Leyendas de Nicaragua

La Taconuda

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Es una mujer de 7 pies de estatura, joven, pelo largo que le llega hasta la pantorrilla, delgada, zapatos de tacón altos y curvos, de cara seca, de ojos hondos labios pronunciados, pintados y risueños, chalina negra, bustos respingados, vestido blanco con un fajín de plata y hebilla cuadrada grande y un cintillo dorado en el pelo.
Esta linda joven era hija de un cacique que era dueño de todas las haciendas desde la línea hasta llegar a Masaya; su padre le heredó todas sus riquezas por ser la única hija, es de apellido Sánchez.
Dicen que sale en los cafetales, en las cuchillas cerca de las haciendas que llevan por nombre Corinto y Las Mercedes. El encanto de ella es agarrar a los hombres y ponerlos locos, le sale a los capataces y los lleva a las curvas de los caminos, dejándolos adormecidos y desnudos hasta que sus familiares los encontraban.
Cuando la taconuda pasaba, dejaba un gran aroma de perfume y por eso la identificaban pero no a todo hombre se llevaba. Dicen los que la han visto que le gusta que la llamen taconuda.

La llorona

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Tomado de «La Llorona» (fragmentos) en Milagros Palma: Senderos míticos de Nicaragua.

La Llorona es una figura popular de esas tenebrosas historias que aterran el sueño de las comunidades campesinas. Sus lamentos aparecen en medio del coro nocturno de voces de animales y del ritmo monótono de aguas de quebradas y ríos. Ese concierto lúgubre es el mismo que ha interrumpido el sueño de generaciones enteras en los pueblos diseminados en los misteriosos espacios vírgenes de nuestra América.

En Nicaragua se oyen los lamentos de la Llorona transportados vertiginosamente por los caprichosos vientos que provienen de las cuatro esquinas del mundo. Hasta donde cuenta la gente, la Llorona se manifiesta a través de un quejido largo y lastimero, seguido del llanto desgarrador de una mujer cuyo rostro nadie ha visto.

En el barrio de El Calvario de León, se sabía que cerca del río, allá detrás del Zanjón, pasaba el florido de la Llorona. Las lavanderas del río contaban que apenas sentían caer el sereno de la noche debían recoger la ropa aún húmeda y en un solo montón se la llevaban, de lo contrario la Llorona se la echaba al río. Según el comentario de las lavanderas la Llorona es el espíritu en pena de una mujer que había botado a su chavalito en el río.

Sobre la Llorona se oyen muchas versiones pero algunas exolican aue ese llanto misterioso es la expresión del orofunpozo, mientras lavaba la ropa en el río. Pero ¿quién era esa mujer? ¿Quién podrá decirnos más sobre la vida de esta misteriosa alma en pena?

Siempre en búsqueda de conocer más y más sobre éste y otros personajes de la tradición oral de nuestro pueblo, nos embarcamos rumbo a la isla de Ometepe. (…)

…Doña Jesusita, se llamaba la anciana solitaria que viendo nuestro interés por conocer las historias del pueblo empezó a contarnos sobre el origen del llanto de la madre en pena.

«…En aquellos tiempos de antigua, había una mujer que tenía una hijita de unos 13 años, ya sazoncita estaba la mujercita. Ella ayudaba a lavar la ropita de sus nueve hermanitos menores y acarreaba el agua para la casa. La mamá no se cansaba de repetir a la hija cada vez que la veía silenciosa moler el maíz o palmear la masa cuando el chisporroteo de la leña tronaba debajo del comal de barro:

-Hija, nunca se mezcla la sangre de los esclavos con la sangre de los verdugos.

Ella le decía verdugos a los blancos porque la mujer era india. La hija, en la tarde salía a lavar al río y un día de tantos arrimó un blanco que se detuvo a beber en un pocito y le dijo adiós al pasar. Los blancos nunca le habalaban a los indios, sólo para mandarlos a trabajar. Pero la cosa es que ella se encantó del blanco y los blancos se aprovechaban siempre de las mujeres. Entonces bajo un gran palencón de ceibo que sirve para lavar ropa, allí por el río, se veían todos los días y ella se metió con él.

-Mañana, blanco, nos vemos a esta misma hora -le decía siempre.

Claro, el blanco llegaba y la indita salió pipona, pero la familia no sabía que se había entregado al blanco. Dicen que ella se iba a ver baio el auanacaste, Para que las lavanderasun barco a la isla, aquí en Moyogalpa. Ya se iba el blanco, se iba para su tierra y entonces como ella estaba por criar, ella le lloraba para que se la llevara. Pero ¡dónde se la iba a llevar! l a indita lloraba y lloraba, inconsolable, a moco tendido. Él se embarcó y a ella le dio un ataque, cayó privada. Cuando ella =..e despertó al día siguiente, estaba un niño a su lado y en lugar de querer aquel muchachito, lo agarró y con rabia le (dice:

—Mi madre me dijo que la sangre de los verdugos no debe mezclarse con la de los esclavos.

Entonces se fue al río y voló al muchachito y ¡pan! se oyó cuando cayó al agua. Al instante se oyó una voz que decía:

-¡Ay! madre… ¡ay madre!… ¡ay madre!…

La muchacha al oír esa voz se arrepintió de lo que había hecho y se metió al agua queriendo agarrar al muchachito pero entre más se metía siguiéndolo, más lo arrastraba la corriente y se lo llevaba lejos oyéndose siempre el mismo ¡~rr ento: ¡Ay madre!… ¡ay madre!… ¡ay madre!…

Cuando ya no pudo más se salió del río. El río se había llevado al chavalito, pero el llanto del niño que a veces oía lejos. otras veces aparecía cerquita: ¡Ay madre!… ¡ay madre!… iay madre!…

La muchacha afligida y trastornada con la voz, enloqueció. Así anduvo dando gritos, por eso le encajaron la Llorona. P ,hora las madres para contentar a los chavalitos que lloran pnr pura malacrianza, les dicen:

—-Ahí viene la Llorona…

La mujer enloquecida se murió y su espíritu quedó errante por eso se le oyen los alaridos por las noches…» Por ahi se anda La Lorona, hasta la vez se le oye por todo el río.»

La Mocuana

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Se cuenta que una hermosa mujer que tenía un hijo y se enamoró de un joven muy rico de otro pueblo, este hombre la quería a ella pero no a su hijo y le propuso de que lo regalara. Ella le dijo que no iba a dejar a sus hijo. Pero este hombre le dijo que la mataria a ella y a su hijo si no se casaba con él. Ella muy triste escapa para esconderse con su hijo en la cueva del cerro La Mocuana en La Trinidad, camino y camino dentro de la cueva hasta que se pierde y muere con su alma en pena; La leyenda cuenta que La Mocuana sale todas las noches despues de las 12, vestida con un vestido de seda blanco y si algún niño esta despierto o llorando ella llega y se lo lleva pensando que es su hijo.

La gente de la Trinidad dicen que algunos la han visto por la carretera panamericana, Otros dicen que ya han intentado introducirse a lo profundo de la cueva pero se han visto imposibilitados a seguir ante la presencia de miles de murciélagos que viven allí.

La leyenda de La Mocuana

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Orlando Valenzuela-La Prensa 18-06-01

Si León tiene sus leyendas de la “Carreta Nagua”, el “Caballo de Arrechavala” y el “Padre sin Cabeza”, y Masaya sus espantos de ahuizotes, La Trinidad no se queda atrás, y es dueña de una de las más fantásticas historias de la Nicaragua colonial y de uno de los personajes mitológicos más conocidos en ese período: La Mocuana.

En el folleto “Leyendas Nicaragüenses”, Josefa María Montenegro escribe una versión de este cuento:

“Aproximadamente en el año 1530, los españoles realizaron una expedición bien armada en territorio nicaragüense, para ampliar sus dominios e incrementar sus riquezas. En esta incursión los españoles lograron reducir a los indios de Sébaco, habitantes de la Laguna de Moyúa. El jefe de la tribu india, una vez vencido, obsequió a los conquistadores bolsas elaboradas con cuero de venado, llenas de pepitas de oro.

La noticia en España de que los conquistadores habían regresado con grandes riquezas llamó la atención de un joven, quien esperaba vestir los hábitos y cuyo padre había muerto en esta incursión. Decidido, el joven se incorporó a una nueva expedición, y después de un largo y penoso recorrido llegó a suelo nicaragüense, donde fue muy bien recibido por los pobladores, creyendo que era un sacerdote.

Ya en Sébaco, el joven conoció a la hermosa hija del cacique y la enamoró con intenciones de apoderarse de las riquezas de su padre. La joven india se enamoró perdidamente del español, y en prueba de su amor le dio a conocer el lugar donde su padre guardaba sus riquezas. Hay quienes afirman que el español también llegó a enamorarse verdaderamente de la joven india.

El cacique, al conocer los amoríos entre su hija y el extranjero, se opuso a la relación, y éstos se vieron obligados a huir, pero el cacique los encontró y se enfrentó al español, logrando darle muerte. Luego encerró a su hija, a pesar de estar embarazada, en una cueva en los cerros. Pero hay versiones que aseguran que fue el español el que encerró a la india después de apoderarse de los tesoros.

Cuenta la leyenda que La Mocuana enloqueció con el tiempo en su encierro, del que logró salirse después por un túnel, pero al hacerlo tiró a su pequeño hijo en un abismo, y desde entonces aparece por los caminos invitando a los caminantes a su cueva. Dicen los que la han encontrado que no se le ve la cara, sólo su esbelta figura y su hermosa y larga cabellera negra.

En algunos lugares cuentan que cuando La Mocuana encuentra a un niño recién nacido, lo degüella y le deja un puñado de oro a los padres de la criatura. Hay otras versiones que aseguran que se lo lleva, dejando siempre las piezas de oro”.

Entre los indígenas de Estelí

Primer hombre y mujer de Tisey

—ALEJANDRO DAVILA BOLAÑOS—

«Los ancianos indígenas campesinos de las montañas del Tisey y de Apaguají me relataron cómo habían formado al Primer hombre y a su mujer, según les contaban sus abuelos. Dijeron ellos que, hacía muchísimos años, mucho antes que hubiera gente sobre la tierra, vivía en lo más espeso del monte un viejito solitario que se preparaba él mismo la comida. Que un   día no teniendo nada que hacer y sintiéndose muy aburrido, tomó una masa dura de maíz que le había sobrado después de haber hecho sus tortillas, y la reblandeció con sopa de frijoles y miel de jicote que tenía guardada en una jícara.

Con esta masa reblandecida y ya suave hizo dos pequeños muñecos como del tamaño de una cuarta. Y que como se doblaban al ponerlos de pie, dispuso reforzarlos a cada uno con palitos y ramitas, con piedritas y conchitas finas pepenadas de la quebrada que pasaba cerca de su choza de palma. Que también les había metido dentro de las cajitas del cuerpo, una bolita de hule, dos pelotitas de algodón, lodo con chile, aguacate y   clara de huevo de jolote, un pedacito de tiesto de comal, bejuquitos, gusanitos de tierra, dos frijoles rojos que estaban tirados en el suelo, popitas, tomates de monte, semillas de ayote, también de achiote y otras menudencias. Que como cabellos había usado pelo seco de maíz que tenía guardado en el cuiscoma. Y que estando así, ya bien rellenados, el viejito   quiso forrarlos con unas hojas de tabaco que tenía para sus puros usando como hilo el mismo pelo de maíz.

Que como las hojas de tabaco estaban secas y se quebraban a cada rato las había humedecido luego con agua medio salada. Así arreglados, dispuso cocerlos. Y que habiendo terminado por el mancuerno, al primer muñeco le había dejado una hilacha larga guindada, pues creía que iba a sobrarle hilo. Pero que al segundo muñequito lo había dejado abierto, porque precisamente cuando zurcía el gancho de las piernas se le había acabado el hilo. Y éste es el motivo por el cual los hombres tenían el gran colgajo por delante y las mujeres su tamaña gran rajadura.

El cadejo blanco

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El cadejo blanco existe en todo el país, de él se cuentan muchas historias, se dice que es un espíritu bueno, que es por ese motivo que protege a las personas que acompaña. «Es un guardián que permanentemente prptege al hombre».

Don Sergio, un señor de 79 años, del barrio el Calvario de León, dice que salió el cadejo a la media noche, después de salir de echarse unos buenos tragos de cususa.

Del barrio de Guadalupe se escuchan más testimonios sobre este misterioso animal. Doña Mariíta una anciana de 93 años nos cuenta que, el cadejo es un animal que no a toda persona le sale y que protege a los caminantes nocturnos, y les digo esto, porque a mi papa el cadejo le salió y a mi hermano nunca, y los dos trasnochaban. Mi papa no tenía ningún vicio, pero le gustaba jugar billar, una noche venía sobre la calle de Guadalupe del biliar a la casa de mi mama, sintió que un perro le venia siguiendo los pasos.

El perro venía tras él y entonces él se voltea y le dice: «Vállase este animal jodido que me anda siguiendo, oliéndome los pasos». El lo espantaba todo el tiempo, pero al llegar a casa el pero desaparecía y el misterioso animal a donde él iba lo acompañaba. Nunca le hizo algo mal a mi papa».

Doña Argentina Barcia, una madre de origen campesino nos relata que a su papa también le salió el Cadejo: «Mi papa trabajaba haciendo compras de ganado y cerdo, por eso andaba por todos los caminos y el cadejo blanco siempre lo acompañaba. Un día le dijo a mi mama: «Miró, mañana tengo que madrugar, tengo que ir a ver un ganado. Así fue, pero al salir de casa unos ladrones lo estaban esperando y lo mataron, después lo metieron a un fango de lodo. El animal no se sabe que fin tendría, no se sabe si el animal lo defendió, pero la cosa es que nosotros supimos la muerte de él por un perro.

El perro llegó a la casa y le olía las patas enlodadas. A mi mama la olía y ella preguntaba: ¿por qué este animal me huele los pies? Y el perro seguía insistiendo, por fin mi mama le agarró la seña al perro de que la quería llevar a algún lugar. Mi mama entonces siguió al perro, el perro caminaba y ella lo seguía hasta que llegó a una zanja lodosa puro fango y ahí encontró el cuerpo de mi papa. Así nos dimos cuenta de su muerte. Cuando mi mama buscó al perro, este va había desaparecido.

Dicen que existen dos cadejos, uno bueno y otro malo. Cuando el perro blanco olfatea al perro negro lo ataca para proteger al que acompaña.

En la vida nos acompaña el bien es el blanco y el mal que es el negro.

EL CADEJO NEGRO

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El cadejo existe. dice Don Paulo Silva, un señor de 98 años del barrio de Sutiava, que existen dos clases de cadejos nos dice Don Paulo con una hermmiosa jicara llena de Liste en su mano derecha. El blanco es bueno, camina detrás de los caminantes solitarios para protegerlos por la noche de otros espíritus burlones.

Sin embargo, el cadejo negro es un espíritu malo que trata de matar a los caminantes nocturnos como nos dice su relato Don Paulo: «En el barrio de Guadalupe a Bacilio, un muchacho recio y muy conocido por andar trasnochando, lo mató una noche el cadejo negro, lo encontraron en la esquina de los billares Darce.

Tenía un vecino que era muy valiente, al darse cuenta lo que le pasó a su amigo dijo: «Yo quiero que el cadejo me mate. voy a ir a espiarlo mañana». Así fue salió con un machete a esperar al cadejo y se escondió en el mero Tamarindón cerquita del Río Chiquito, cuando el animal se le apareció. ra._. Ra… Ra… Ra… Se lo hechó encima. El pobre hombre amaneció muerto.

En este mundo todos estamos rodeados del bien y el mal.

El cadejo negro, color tenebroso que simboliza el mal en todas sus manifestaciones.

La Cegua

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La leyenda de la Cegua que a través del tiempo se ha venido tejiendo entre nuestra gente campesina, cobra forma al brotar de los labios de cualquier sencillo narrador de esta clase.

Según la conseja, se trata de mujeres perversas y sin escrúpulos que por las noches se disfrazan de espantajos poniéndose en la cabeza a modo de trenzas, crines de caballo, y con el rostro pintado salen a altas horas de la noche por las calles y caminos solitarios en busca del amante descarriado o del hombre que se ha burlado de su cariño.

Esta es la mentada Cegua, muy distinta a como la pinta el escritor guatemalteco Soto Hall, que la hace aparecer como alma del otro mundo. Hace algunos años, cuando regresaba yo de la frontera hondureña de hacer una inspección por cuenta de la Compañía Hulera, tuve que pernoctar a causa de lo avanzado del día, en una de las haciendas aledañas a la guarda-raya.

Ubencio Hernández se llamaba el administrador; era un viejo alto, fuerte y tostado por el sol. Don Ubencio, que se tenía un magnífico repertorio de leyendas y consejas, me contó esa noche ante un grupo de impávidos campistas y en torno al fuego crepitante de la cocina, una de sus tantas aventuras de brujas y aparecidos.

Don Ubencio, como un preámbulo a su relato sacó un chilcagre de su bolsa, escupió chirre por la comisura de sus labios, se metió medio puro entre la boca y, apretando los dientes, lo partió por la mitad. Todo el engranaje molar de aquel viejo campesino se movía con deleite masticando el chicle de tabaco. -Como verá usté -comenzó don Ubencio-, en esta vida todos hemos tenido aventuras; las mías han sido muchas y divertidas.

Para que le voá dicir, yo he sido muy mujerero y casualmente por eso es que me han pasado tantas vainas, pero algo le queda a uno de experencia para cuando llega a viejo.

-Cierta vez -continuó diciéndome don Ubencio – me había cogido la noche en el llano, pues venía de cierta parte onde tenía mi albur tapado, no sé qué me dió mirar para atrás y vi que una luz me venía siguiendo, seguí caminando sin darle importancia, pero de momento comencé a inquietarme y volví de nuevo a mirar atrás; la maldita luz venía detrás de mi pisándome los talones, le apreté las chocoyas al caballo para que cogiera el trote tendido y así poder alejarme de la luz que cada vez la vía más cerca, pero cuál sería mi susto cuando al coger una vuelta del camino ví que la luz se vía encajado en las ancas del caballo.

Le confieso que jué la primera vez en mi vida que sentí miedo al ver aquella enorme pelota verde en las nalgas del caballo; todo mi cuerpo se tiñó de verde, lo mismo que el caballo y una parte del camino por donde yo iba.

La cabeza -se me puso grande, se me aflojaron las piernas y las riendas se me cayeron de las manos. Eso es lo único que recuerdo hasta que mevi acostado en una hamaca. Unos peones de la hacienda que jueron los que me recogieron, dicen que estaba tendido en mitá’el camino sin conocimiento.

Pero de lo que más recuerdo hace don Ubencio es de la Cegua que le salió hace años, allá al otro lado de la frontera y muy cerca del pueblecito de Namasigüe. Don Ubencio era hondureño y cuando le sucedió el encuentro con la Cegua era mandador de campo en la Hacienda San Bernardo, propiedad del nicaragüense don Perfecto Tijerino.

Don Ubencio se había ido al pueblecito de Namasigüe, como siempre lo hacía en busca de amores libres. Cuando dispuso regresar a la hacienda era ya de tarde y las sombras de la noche se le habían encajado cuando todavía iba de camino.

Había llovido y la noche estaba helada, pero don Ubencio no la sentía porque llevaba sus buenas copas de aguardiente bien metidas entre el pecho. La media hoja de una luna tierna alumbraba débilmente en el respaldo oeste de un cielo que comenzaba a llenarse de titilantes puntos luminosos.

Un viento que llegaba de los cerros vecinos mecía quejumbrosamente la tupida arboleda del camino solitario. Don Ubencio, inconsciente por el efecto de las copas iba embrocado sobre el almuerzo de la albarda en tanto que la bestia caminaba por su propio instinto.

Cuando el caballo bajó al río, el mayoral fué despertado de su borrachera por una carcajada de mujer lanzada de la orilla opuesta al tiempo que un silbido agudo hería los tímpanos del hombre. En medio de su borrachera pudo distinguir entre el claroscuro de la ribera dos bultos sentados sobre una peña que emergía de las aguas, pero en ese momento le era imposible definir sus sexos, ya fuera por los vapores del aguardiente o por la densa oscuridad donde losfacultades ante el peligro, se incorporó, y parándose sobre los estribos puso la mano sobre la frente a modo de pantalla y escudriñó las sombras.

A los pocos minutos de estar en esa posición sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad y pudo distinguir en sus menores detalles a las figuras que antes le fueran imprecisas. Se trataba de unas mujeres, mejor dicho, de unas ceguas, porque don Ubencio vió que estaban disfrazadas. De sus cabezas pendían unos guindajos como trenzas, estaban envueltas en trapos negros, y sus dientes, que tenían fulguraciones de fósforos, les castañeteaban como los de un perro rabioso.

UHHHH LA CEGUAAAAAAAAAAA

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Don Ubencio oyó que las mujeres bailaban y cantaban sobre el peñazco, pero apenas alcanzó a oír las últimas palabras de la canción. fué oídos sordos ante la súplica de la hechicera, al pie de una mata’e rudaA lo que don Ubencio, siempre oportuno y gracioso en todo, aún ante el mismo peligro, les contestó:

Ahora quiero que me digan propia puerta del Perdón, y en medio de todo el gentío cuál es la más tronconudaa que se había congregado para verle Las ceguas no daban muestras de huir; por el con- trario, inmóviles miraban fijamente al mayoral.

Ante actitud retadora de aquellos espantajos, el hombre, en vez de atemorizarse entró en cólera, y picando es- puelas aventó su caballo a medio río al tiempo que les lanzaba una oración de esas que son como jaculatoriasy que don Ubencio se había aprendido de memoria …

Hasta que llegué onde el tata cura no la reconomo una defensa a los males que pudieran provocar sus , cí …..-, …pues La Cegua era una mujer que continuas conquistas amorosas. había sido mi querida y que por infiel a su cariño que la había abandonado y la gran perra no bastándole loca..

Qué juerte venís! más juerte es mi Dios

¡ la Santísima Trinidá me libre de vos!

…………….La Ceguaaaaaaaa Qué juerte venís!

más juerte es mi Dios

¡ la Santísima Trinidá me libre de vos! ……….

La ceguaaaaaaaaa

Qué juerte venís!

más juerte es mi Dios

¡ la Santísima Trinidá me libre de vos!

Dos balazos disparó al aire; una cegua salió huyendo, mientras la otra, en actitud hostil, seguía parada en la piedra tirándose sonoras carcajadas que hacían estremecer hasta las mismas piedras del camino.

Don Ubencio, tanteándose los bolsillos, sacó un vasito de mostaza y, haciendo la señal de la cruz, le espetó de nuevo: -Ahora sí no te capiás, hijeputa, al tiempo que le tiraba un puño del polvo amarillo. La cegua, comprendiendo que estaba perdida, se le fué a echar a las propias patas del caballo.

Ya con ésta me despido que pedía clemencia prometiendo enmendarse. -Allá se lo vas a decir al tata cura -fue la respuesta del hombre enardecido, y amarrándola con elcabresto del caballo se la llevó al cura del pueblo, quien después de echarle agua bendita la puso en late Padrenuestros para quitarle el poder de hechizar,porque según me contó don Ubencio, las malditas lo rezan al revés para tener poder contra la persona aesa leucción que le dí tuvo lo suficiente para no volverme a salir, porque eso jué hace munchos años y no la he vido dende entonces -terminó diciéndome don Ubencio, mientras encendía un puro en la mecha agonizante de su candil.

El guacimo renco

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. . . Pasaje de la vida que ocurrió a principios del siglo pasado.

Don Cosme sabía la historia. Allí en el camino barrialoso de Santo Tomás estaban los restos del difunto Pacheco García. Una cruz negra que había cogido un tono verdoso por la pátina del tiempo, era todo lo que quedaba de aquel célebre bandido que asolara antaño las comarcas y haciendas de aquel lugar. Diez años tenía de haber entregado el fardo de malas cuentas ante Dios, pero con todo y eso, el recuerdo de aquel hombre siniestro persistía en las mentes de los humildes y sencillos moradores de la comarca de Santo Tomás.

El alma de Pacheco García vaga por las noches en el llano.

Esa era la voz popular que se había regado en todos los ranchos y haciendas del lugar. Nadie intentaba cruzar el llano de noche, temeroso de encontrarse con el espanto, y si por un atraso involuntario sorprendían al viandante las sombras de la noche, detenía la marcha, para pernoctar en algún rancho mientras llegara el alba para emprender de nuevo su camino.

La cruz del muerto estaba al pie de un guácimo gacho, y de allí la gente cogió en llamarle «El Espanto del Guácimo Renco».

-«Es algo que crispa los nervios, oír aquel gemido y ver aquella luz», me decía ña Mercedes, una anciana, parienta de don Cosme. Y esa misma noche que ña Mercedes me contó lo del espanto, también estaba don Cosme, viejo noventeflo y uno de los supervivientes de aquellos aciagos días en que el temible Pacheco García pasaba por sus viviendas como un huracán devastador.

Don Cosme me hizo señas. -«Venga para acá, que le voá contar la historia; yo la sé mejor que naide». Y en un sitio donde nadie podía escuchar, el viejo finquero me contó la historia de «El Espanto del Guácimo Renco».

Pacheco García era jefe de una cuadrilla de veinte salteadores. Aquellos días se vivían con el Credo en la boca. Era en el tiempo que aquel otro sanguinario que se llamara Pedrón Altamirano, hacía de las suyas en los desgraciados pueblos segovianos.

Las haciendas eran continuamente saqueadas; era en la época en que la vida de un caballo valía más que la de un cristiano. Pacheco García, cierto día tuvo un disgusto con Pedrón; de ahí vino que el primero se desligara del segundo, llevándose en su separación a -veinte de los más empedernidos asesinos. Santo Tomás del Nance, aquel humilde pueblito enclavado en las inmediaciones de la frontera hondureña, era pasto de aquellas hordas de salvajes, y allí en las afueras, como a dos kilómetros, don Cosme tenía lo suyo.

Pacheco García, nunca fué cazado por las fuerzas del Gobierno; conociendo como sus propias manos toda la región, era posible que se ocultara en las espesuras de aquellos montes.

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Este siniestro bandolero no salía de día; sus andanzas las hacía amparado en las sombras de la noche. Pacheco García era implacable;’ no se satisfacía con robar, sino que también quitaba vidas por el prurito de ver correr la sangre. Cuando llegaba a las haciendas escogía los mejores potros de los hatos, y si sus ojos se fijaban en alguna hembra, no tenía más que hacerle una señal a su ayudante y montarla en ancas de un caballo, y si el padre de la raptada protestaba por el honor de la hija, le daba en recompensa un par de tiros y allí quedaba boca arriba en medio del llanto de sus deudos.

Así pasó mucho tiempo aquella bestia humana, sin que nadie se interpusiera en su camino.

Don Cosme era viudo, pero vivía acompañado de sus tres hijas: Isabel, la mayor; Carmen, la de en medio, y Dolores, la cumiche.

Eran tres sencillas y bonitas campesinas que su padre, férvido creyente en la religión católica, las había educado bajo el santo temor de Dios. Don Cosme tenía un pariente, doña Mercedes, a quien ya me referí antes. Las niñas quedaron huérfanas desde muy tiernas y doña Mercedes, mujer de nobles sentimientos, se hizo cargo del cuido de las criaturas.

Las instruía en el catecismo y les contaba por las tardes, al amparo del alero, pasajes de la vida de Jesús; de allí que las niñas, a pesar de que eran campesinas, nunca sus virginidades fueron marchitadas por los sátiros.

Don Cosme las tenía aleccionadas, les hablaba con sencillez, sin malicia alguna, como padre verdadero, consciente en el deber sagrado de conducir a sus hijas por el camino recto de la honestidad. Nunca las niñas oyeron que los labios de su padre pronunciaran palabras obscenas.

Así fueron creciendo, sencillas y bonitas, como las flores de los campos y como sus vestidos de zarazas. Don Cosme las adoraba, pero tenía especial predilección por Dolores, la cumiche, y la más bonita de las tres.

Sin duda, porque la niña no conoció madre, pues cuando la que le había dado el ser abandonaba este mundo, la niña apenas llegaba a los diez meses. Dolores tuvo que despecharse con la leche de una yegua que su padre solicitó de un vecino.

El rancho de don Cosme era de techo pajizo con forro dé tabla; tenía además, por separado una pequeña troje donde almacenaba el fruto de sus cosechas, lo mismo que un chiquero para los curros, dos vacas de mediana calidad y un par de bueyes aradores, sus amigos queridos que le daban el sustento.

Tenía un desmonte que, por su abundancia en troncos, lo sembraba a bordón, pero le sacaba el jugo año con año. Ese era todo el patrimonio del viejo finquero.

Cierto día aquella paz y alegría que reinaba en el humilde hogar campesino se vió pronto apartada, para darle paso a la tragedia y el dolor, y… una noche se oyó sobre el camino silencioso del llano el tropel desenfrenado de una caballería.

Era Pacheco García que, olfateando la presa se encaminaba a lo de don Cosme. Era una noche oscura, sin estrellas, sin luciérnagas que pringaran de plata los campos; apenas en las sombras se destacaba como una fantasmagoría el pabilo amarillento de velas y candiles en los ranchos.

El viejo comarcano a la vera de la puerta de su rancho y sentado en una pata de gallina, conversaba con don Blas Urbina, su vecino más cercano.

Sus hijas adentro, rezaban con ña Mercedes el rosario. El grupo de bandidos rodeó el rancho y Pacheco, desmontándose, entró sin saludar.

Don Cosme se incorporó al ver que aquella pandilla de forajidos allanaba su casa.

Quiso ir en busca del arma, pero las manos de un bandido lo trabaron por detrás haciendo otro tanto con don Blas, que quiso largarse para dar la voz de alarma en el vecindario.

Pacheco arrastró a Dolores al patio entre las protestas y lamentos de ña Mercedes, que les lanzaba maldiciones.

Por las mejillas de don Cosme corrieron dos lágrimas que se fueron a perder en el bigote.

La alarma cundió en el caserío y hubo algunos que, queriendo defender el honor de las hijas de don Cosme, tomaron sus armas que no eran más que rústicas escopetas fabricadas por ellos mismos.

Cuatro comarcanos con sus cuerpos perforados por las balas asesinas quedarontendidos en las puertas de sus ranchos. Los bandidos se largaron entre risotadas sarcásticas e interjecciones obscenas.

Don Cosme, con el alma desgarrada vió a su hija que se alejaba prisionera de aquella partida de salvajes.

De Dolores no se volvió a saber nada en la comarca. Su padre denunció el caso ante las autoridades del pueblo, pero desde el soldado hasta el Comandante y el Alcalde eran una partida dé cobardes.

El Comandante, que obedecía órdenes del propio Alcalde, no hacía por donde se interesara este último en dar una orden en busca del bandido; la voz popular era que estos individuos tenían amistad con el bandolero.

Pacheco García era dueño de vidas y haciendas. Era ésa la triste situación de aquel padre ofendido, que decidió beberse su dolor mientras llegara la hora de hacerse justicia con sus propias manos.

En ese tiempo don Cosme tenía ochenta años, pero era un viejo fuerte, macizo y lleno de salud, que disparaba su escopeta sin importarle la patada. Se había criado en los campos desde muy pequeño, ayudando a su padre en los rodeos de la hacienda y en los viajes que hacían las tropillas de reses donde se tragaban leguas de leguas en medio de los llanos calcinantes.

Don Cosme no representaba la edad que tenía; de su pelo hirsuto no asomaba ni una cana y aunque sus brazos eran delgados y coyundosos, no por eso rehuía el mango del hacha. Era un indio de los que muy pocos quedan ya.

Pasaron algunos meses.

Doña Mercedes se entristeció tanto que hubo un día se temiera por su vida. Ya no era la misma doña Mercedes de antes. Ya no les contaba por las tardes a las sobrinas los pasajes de la vida de Jesús. Muy poco se le miraba y hasta se decía que estaba perdiendo la razón, porque la oían algunos que hablaba a solas pronunciando el nombre de la sobrina ida.

Don Cosme también ya no era el mismo.

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Se había vuelto huraño hasta con sus mismas hijas; todo le molestaba, su espíritu se había tornado susceptible, a la menor cosa se irritaba, dándole escape a las lágrimas.

Era huidizo,, —ya no visitaba a nadie, siempre andaba solo; todas las tardes se le miraba pasar escopeta al hombro con dirección al llano.

Así pasaba el tiempo. Un año había pasado desde lo de Dolores; don Cosme, como de costumbre, seguía en sus paseos por el llano.

Cierto día, cuando ya la tarde declinaba y las sombras de la noche comenzaban a cubrir el llano de rumores misteriosos, el finquero, que regresaba de su, cacería con un par de aves en la mano, oyó el grito de alcaravanes que habían levantado el vuelo asustados.

Volvió la mirada para indagar el motivo y advirtió en la distancia la silueta de un hombre a caballo.

El jinete, al llegar junto al viejo se desmontó y sus primeras palabras fueron para pedir perdón. Don Cosme no lo había reconocido, pero el hombre le refrescó la memoria cuando le contó que había sido ayudante del bandido que se raptara a su Dolores.

El viejo levantó el arma con la intención de volarle los sesos de una perdigonada.- -¡Máteme si quiere!, pero antes voy a decirle una cosa- fué la respuesta del hombre ante la hostilidad del otro. Don Cosme bajó el arma y escuchó.

-«Pacheco mató a su hija de un balazo porque quiso juirse; eso jué hace un mes, tá enterrada en el fondo de una cañada; yo tuve intenciones de venir hasta aquí para decírselo, pero ese pendejo de García podía matarme.

Hoy que ya me separé de él no me importa, porque agorita estaré al otro lao de la frontera y hasta allí no se atreve a perseguirme. Yo no quiero seguir más en esa vida; si antes anduve con su pandilla jué porque necesitaba dinero para mi pobre vieja que vivía enferma; hoy que ya murió ella, nada me liga éon él». El hombre, después de una breve pausa prosiguió: -«Y para su conocimiento le digo; Pacheco pasa temprano de la noche por el camino de «El Guácimo Renco» con dirección a la majada de Rancho Pando donde tiene una querida, para regresar endespués a la medianoche».

El hombre montó de nuevo y sin despedirse arrió al caballo, que se tendió al galope con invariable rumbo por el llano oscuro y solitario.

Don Cosme llegó a su rancho con media hora de retraso. No dijo nada! Tomó su tumba de café negro con un tasajo de carne; luego se fué a un baúl desvencijado y sacando una lámpara vieja de cazar empezó a limpiarla.

Luego de haber terminado se puso el sombrero, cogió la escopeta, salió del rancho sin decir nada y se metió en la noche. Sus hijas, que sorprendidas habían observado sus movimientos, vieron nomás en medio de la densa oscuridad la brasa del puro de don Cosme que, como una luciérnaga de oro, iba denunciando su camino.

El ‘ «Guácimo Renco» distaba del caserío un poco más de tres kilómetros y hacia él se encaminaba don Cosme. Un cuarto de hora faltaba para alcanzar la medianoche, ya se advertían tras el espinazo de los cerros los resplandores de la luna.

El cielo, antes sucio de espesos nubarrones, se había despejado, presentando el maravilloso cuadro sideral de sus mundos luminosos.

El llano también había silenciado sus rumores, pero de vez en cuando aquel silencio solemne y misterioso era roto por el canto de alcaravanes asustados o por el graznido de aves nocturnas que buscaban caza en los pajonales de los charcos.

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Don Cosme, el estoico campesino que por espacio de un año se bebiera su pena y su dolor, allí estaba sobre las ramas mismas del «guácimo renco» esperando se llegara el momento de vengar su sangre ultrajada. Todo estaba completamente en silencio.

De pronto se oyó el galope de un caballo. Era él, el violador, el que no bastándole con haber desflorado a su hija de quince años, le había quitado también la vida.

El corazón de don Cosme aceleró sus latidos; estuvo a punto de dejar caer el arma, pero sobreponiéndose se aferró con ella a una rama.

Su cerebro daba vueltas como las aspas de un molino. Pensaba. ¿Y si no fuera el propio Pacheco García el que galopaba a esas horas, y si fuera por desgracia algún pacífico caminante al que le hubiese caído la noche en el llano? Don Cosme se deshacía en terribles meditaciones, vacilaba por momentos y tuvo intentos de bajarse y salir corriendo a campo traviesa; tenía miedo que no fuera el hombre que esperaba. Pero en medio de aquella lucha interna una voz le decía: -«¡Detente, no te acobardes!, el hombre que viene es el asesino de tu hija».

La batalla de presentimientos que sostenía aquel espíritu se aplacó. El galope del caballo, que se oía más cerca, tenía resonancias de tambores en medio del silencio. Don Cosme montó su escopeta y esperó.

La luna, que bañaba de luz la inmensa vastedad del llano, alumbró el rostro del jinete en los precisos momentos que pasaba junto al árbol fatídico. Era él, le reconoció en el instante. Ponerse la escopeta a la cara, apuntar y apretar el gatillo fueron contados segundos.

El estampido del disparo despertó a la noche, saliendo de las entrañas mismas del llano un pandemonium de ruidos.

Las aves que viven a la orilla de los grandes charcos y los gritones alcaravanes se desbandaron en el aire como una legión de brujas chillonas, y el ruido del disparo, que se fué tragando la distancia, se convirtió en un eco vago, algo así como el gemir del viento o el llamado de ultratumba donde a esa hora volaba el alma del bandido.

Don Cosme se bajó, cogió de los extremos el cuerpo y arrastrándolo hacia el pie del árbol lo dejó sentado en el tronco. El caballo, que al estampido se había disparado, pastaba tranquilo como a cien varas del suceso: don Cosme lo espantó, cogiendo el animal al tranco por entre los jicarales.

La muerte de Pacheco García quedó en el miste rio y desde entonces, dicen los lugareños que su alma en pena vaga por las noches en el llano, donde se ve una luz y se oyen unos gemidos.

Esa es la historia que me contó don Cosme, de la cual fué el único protagonista. El espíritu de aquel bandido, en un apagamiento terrestre, ha quedado espantando por las noches al caminante que se atreve a cruzar por el camino del llano donde está el «guácinio renco».

Ometepetl

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(Dos jóvenes de tribus enemigas se abrazaron para siempre ) Una bella historia de amor

* Las leyes decretadas por los teytes no permitían que se unieran en matrimonio Ometepetl y Nagrando .Niquiranos y Nagrandanos impidieron un gran romance

* Ometepetl era la admiración de todos los indios mancebos. Su silueta era bien delineada y su hablar dulce y sonoro . La historia de amor comienza con el enamoramiento de Ometepetl y Nagrando, ambos provenientes de dos tribus en conflicto. Ometeptl pertenecía a la tribu de los indios Niquiranos y Nagrando a los Nagrandanos.

Ometepetl era una muchacha preciosa, alta, pelo lacio, bien formada. Su sonrisa hechizaba y su mirada deslumbraba. Ella era la admiración de todos los indios mancebos. Su silueta era bien delineada y su hablar dulce y sonoro.

«Nagrando era fornido, con brazos como de madroño, piernas como de tempisque, nariz aguileña, diestro en la pesca y en la cacería: era un guerrero», narra la leyenda.

Las familias de ambos jóvenes eran enemigas a muerte y las leyes decretadas por los teytes no permitían que se unieran en matrimonio.

Una tarde de verano Nagrando se encontró con la bella Ometepetl y los dos quedaron enamorados. En ese momento Xochi-pilli hizo sonar la canción de la brisa en todos los pastizales, Quetzalcóatl desprendió exhalaciones por todo el universo. Ehécatl hizo caer sereno y todos los teotes desparramaron bendiciones sobre aquel nuevo amor. Mientras tanto, Coapotl se regocijaba y los pájaros soltaban sus trinos.

Ambos jóvenes se juraron amor, pero el gran cacique Niquirano mandó a buscarlos para apresar a Ometepetl y matar a Nagrando. Estos buscaron apoyo en sus amigos íntimos para huir. Solos y a escondidas se besaron, abrazaron, oraron y luego se cortaron los pulsos. Es así que el gran Lago Cocibolca no es más que la sangre emanada de los jóvenes, los dos volcanes de la isla son los pechos de Ometepetl y la Isla de Zapatera es el cuerpo sin vida de Nagrando, que no avanzó mucho en la fatalidad de su muerte.

La mona bruja

Herculano Rojas vivía en la comarca de Mapachín. Allí tenía su pedazo de tierra a la que le sacaba el jugo año con año. Su mujer, que ya tenía una

marimba de cipotes, le metía también el hombro en el trabajo.

Cuando llegaba la época de las siembras y se daba principio a las limpias de las huertas, ella, bajo el sol calcinante.de Abril, se embrocaba a la par de su hombre a recoger la basura, y cuando se procedía a romper la tierra cogía también el arado o llevaba la yunta.

«Es mi brazo derecho», decía Herculano por cualquier cosa, poniendo siempre de ejemplo la abnegación y diligencia de su mujer en el trabajo. La Carmen, como casi todas las mujeres de la clase campesina, era muy fecunda. La pobre, en ese particular y como las huertas de Herculano, nunca tenía descanso; no había terminado de destetar un cipote, cuando ya le venía el otro, y eso por no cipiarlo, como decía doña Eligia, la vieja comadrona que la asistía en todas sus tenencias.

Por una vida vivía en cinta, y si no estaba en la huerta ayudándole al hombre, era en la piedra moliendo el maíz de las tortillas o el pinol para el tiste. De once hijos se componía la familia de Herculano Rojas y la Carmen Montoya. Catorce años de vida marital habían dejado en la pareja de campesinos un saldo de once vivos y dos muertos por delante: la primicia que se da a la madre tierra, como solía decir filosóficamente Herculano.

Empero la Carmen no presentaba aquel cuerpo ajado que se ve en la mayoría de las mujeres por la crianza continua. Por el contrario, era de una contextura vigorosa a la par que se gastaba unos brazos de marcados bíceps. Era alta, morena, de cabellos negros y lacios que contrastaban con una dentadura tan blanca, capaz de provocar envidia a nuestras mujeres. Es decir, en la Carmen todavía se descubrían restos de sangre indígena bien marcados. Herculano adoraba a su mujer y a sus hijos, nítenía el vicio de los tragos, y cuando se ia pero pueblo para hacer las compras del yantar, regresaba muy entrada la noche, ebrio y embrocado en el caballo.

Herculano no tenía enemigos, porque a nadie le había hecho ni males ni bienes, pero su mujer, siempre que él se iba para el pueblo, se quedaba con el credo en la boca temerosa de que le pudiera suceder algo. hombre honrado y consciente de su deber, no Como participaba en las chusmas de serviles que adulaban al gobierno en las manifestaciones callejeras.

Si yo quiero echarme tragos, lo hago con mi propia plata y no con la que sirve votos -les decía Herculano a los amigos que sustenta an sus mismas opiniones,   la patria libre de tiránica opresión-. que era la de un preocupaba, y con Pazón   De ahí que la mujer se algunas copas ingeridas comenzaba a soltar laa lengua, exponiéndose a la vez a un ultraje de la soldadesca.

Un domingo por la mañana, Herculano o cen ellos, los con unos amigos que lo invitaron para ir a la cantina. Las conversaciones menudearon entre trago y trago y la cosa se hizo larga, al extremo que el sol ya se había inclinado anunciando la tarde. Dos litros de aguardiente se habían escanciado entre él y los amigos.

-Vos, Herculano -habló uno-, ¿nunca has óydo decir de la mona bruja que sale en la quebrada del Mapachín? Los ojos achinados del dueño de la taberna parpadearon sorprendidos ante la pregunta curiosa del parroquiano, en tanto que el interpelado, encogiéndose de hombros y con una indiferencia muy común en el incrédulo,

contestó: -Pues como nó, ya había óydo decir, pero la verdad, yo nunca la he vido; será por las reliquias que mi mujer me ha puesto pa librarme de esas cosas o porque cuando he pasado por la quebrada ni siquiera me doy cuenta, porque, como dice el dicho, voy «hasta donde amarra la yegua Jacinto». Asegún me han contado -volvió’ a hablar el parroquiano -, la tal mona se aparece en las ramas de un chilamate viejo, un poco antes de llegar a la quebrada; eso lo supe por la mujer de un compadre mío a quien le salió y se le encaramó en las ancas del caballo.

El pobre ya no sirve para nada, dende que lo jugó la mona ha quedado idiota. Dicen los que la han vido, que es grande y coluda. La mujer de mi compadre, asegún me contó, tuvo que regar agua bendita en contorno de su casa porque la maldita había cogido de llegar todas las noches con intención de entrar al cuarto donde duerme mi compadre. Desde las ramas de un mamón se déscolgaba al techo y allí se estaba hasta que los luceros comenzaban a juir del alba.

Todo el resto de la tarde que quedaba se concretaron los hombres a conversar del animal embrujado. Herculano se fué de regreso para el rancho cuando el lucero de la tarde con sus cuatro puntas de luz hincaba el infinito azul del cielo.

Los cascos de la yegua al pasitrote sonaban como claves en el silencio del camino. La noche ya había entrado, tornando las cosas diferentes. Los árboles entre las frondas dormidas tenían semejanza a fantasmas en acecho del viandante, y las alimañas, al paso de las bestia salían asustadas sonando bulliciosas la hojarasca, en tanto que los pocoyos con sus agudas notas de ¡caballerroo!, presentaban sus ojos que parecían un puñado de lentejuelas rojas en el clamasco negro de la noche.

La yegua de Herculano se detuvo casi ya para llegar a la quebrada, y parando la cola soltó su necesidad. Herculano, ebrio como iba, sintió que una cola larga y peluda le golpeaba la riñonada; y atribuyendo que era el animal embrujado, sacó con la rapidez del rayo su cutacha, al tiempo que le espetaba colérico, ¡mona puta!, y zas… descargó con tanta fuerza el arma, que se oyó caer la cola cortada tajo a tajo.

El hombre siguió su camino pensando que había terminado con el hechizo que asolaba la comarca; en tanto que la asusi adiza yegua no cabía en el estrecho camino, sofr ada por la fuerte mano de Herculano. Al llegar al Rancho le quitó el freno a la yegua y, sin desensillarla, le pegó dos palmadas en las ancas para que se fuera a comer al corral.

Por la mañana el hombre le contó a su mujer la aventura que había corrido en el camino y creyendo ser el héroe de la zona, no cabía en sí de júbilo.

Pero la realidad fué otra, y toda la resaca de la borrachera anterior se le fué como por encanto cuando su mujer llegó del patio espantada de ver a la yegua con la de la mona bruja.

El punche de oro

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El oro, metal precioso, eternamente brillante y resplandeciente, imperecedero frente la acción corrosiva del tiempo, guarda en el recuerdo colectivo un valor simbólico con resabios sagrados.

El oro no solamente simboliza la luz que enciende con su poderoso fulgor la ardiente llama de la ambición.

En el pensamiento del ‘ pueblo, el oro también brota mágicamente de la oscuridad del pasado como el eterno símbolo sagrado con el cual se celebra la divinidad en toda su perfección-, materializándose en el vigor ancestral del espíritu comunal.

Con este valor sublime se proyecta una aparición nocturna que deambula como el alma en pena en las oscuras noches, desde que emerge intempestivamente en el medio del furibundo oleaje del océano pacífico, envuelta en una aureola cegadora, como luces de bengala que viene iluminando su recorrido desde las playas de Poneloya hasta la Iglesia de Sutiava donde se detiene para hacerle una reverencia al sol suspendido en la bodega del vetusto templo. Sobre este alucinante y misterioso personaje nocturno, nos habla una guardiana de las ruinas de Veracruz: «Aquí en Sutiava hay un inmenso tesoro enterrado y el espíritu de este tesoro sale por las noches. Es un inmenso Punche de Oro».

Las personas que lo han visto dicen que es un punche gigante que brilla como el oro, éste cuida el tesoro de la comunidad indígena, sale por las noches, después de la muerte del último cacique, ADIAC.

Don Juan un auténtico Sutiava nos contó, que ese punche es una maravilla ya que brilla como oro y sus ojos son como diamantes de fuego. Este punche sale dos veces en el año, a mitad de la Semana Santa o antesito y en la mitad del invierno. Todo el mundo sabe que el día que agarren el punche de oro van a desencantar al cacique ADIAC que fue ahorcado en el Tamarindón de Sutiava.

Este punche es el espíritu precioso de los Sutiava que los ha guiado siempre en sus desesperadas luchas por no sucumbir bajo la pesada cruz que les impusieron los colonizadores.

El barco negro

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Hace ya mucho tiempo..tiempales que una lancha cruzaba de Granada a San Carlos..Una vez muy cerca de la Isla redonda alguien hacia señas con una sabana blanca para que esta lancha atracara.

Cuando los marineros se acercaron a la isla solo escuchaban..Ay…..Ay……Ay…..Ay…

Las dos familias que vivian en la isla se estaban muriendo envenenadas..pues se decia habian comido de una res que habia sido picada por una culebra Toboba.

Por favor llevennos a Granada.. dijeron

y el Capitan pregunto de que quien pagaria por el pasaje..

No tenemos reales..dijeron los envenenados..pero le pagamos con platanos.

Quien corta la leña o los platanos pregunto el marinero.

Yo llevo una carga de chanchos para Los Chiles y si me entretengo alli ustedes se me mueren en la barcaza… les dijo el capitan.

Pero nosotros somos gente..dijeron los moribundos..

Tambien nosotros dijeron los lancheros..con esto nos ganamos la vida.

Por Diosito grito el mas viejo de la isla..no ven que si nos dejan nos dan la muerte?

Tenemos compromiso …dijo el Capitan.

Y en facto se volvio con los marineros y ni por mas que se estuvieran retorciendo del dolor ..ahi los dejaron.

No sin antes la abuela de una familia de la isla ..levantadose del tapesco en donde estaba postrada..les echo una maldicion…

«Malditos..a como se les cerro el corazon..asi se les cerrara el lago»…

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La lancha se fue. Cogio altura buscando San Carlos y desde entonces perdio tierra. Eso cuentan. Ya Ellos no vieron nunca tierra. Ni los cerros podian ver, mucho menos las estrellas en el cielo les pueden servir de guia….Ya tienen siglos de andar perdidos.

Ya el barco esta negro, ya tiene las velas podridas y las jarcias rotas.

Muchos lancheros en el Lago de Nicaragua aseguran que los han visto..se topan en las aguas altas con el barco negro…, sus marineros barbudos y andrajosos les gritan..

Donde queda San Jorge?   Donde queda Granada? pero el viento se los lleva y no ven tierra..Estan malditos.

La diosa de la barranca

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Martli-xotchil Acal-xubj —azucena tersa y tan pura que cualquier mirada indiscreta tiende a marchitarla— languidece entre sollozos.

Su cuerpo se agita cual nerviosa gota de rocío dentro del ancho jade de una hoja de danta.

Como princesa del Tenderí ha sido dedicada de por vida al culto de Xipaltomal, la diosa virgen que exige castidad. Pero Martli-xotchil Acal-xubj fue profanada un día por los ojos de azabache de Tezic, un guerrero hermoso y valiente, pero sin ascendencia divina. Aunque es un héroe de la tribu, Tezic es un pobre mortal.

De la boca rosa encarnada de la princesa no pueden brotar mentiras, de modo que su padre, el cacique Necuderit es conocedor de la pasión que Tezic ha despertado en su hija. En trance tan doloroso convoca a su monéxico. Los ancianos también aman a Martli-xotchil Acal-xubj, pero tienen que castigar aquel incipiente pensamiento impuro. Los códices dicen que la pena que se debe aplicar a la princesa es el destierro, y los viejos lloran igual que los antiguos robles legañosos de Dipilto al tener que comunicar a su princesa y sacerdotisa el veredicto: “Tendrás que permanecer durante toda tu vida más allá de los límites del Tenderí, en el Cerro de la Barranca, desde el cual a lo lejos podrás mirarlo”.

Hace más de 600 años Martli-xotchil Acal-xubj se fue acongojada por el camino que lleva a Masaya. Los tenderises la vieron perderse en el primer recodo y quedaron desde entonces con el rostro triste.

ESPLENDOR Y VEJEZ EN LA BARRANCA

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De aquel tiempo hacia acá camina la leyenda.

Martli-xotchil Acal-xubj ve pasar los años, y si bien tiene que envejecer, Xipaltomal le concedió la gracia de rejuvenecer por momentos, cuando ella así lo desee. Aunque vive a media legua del pueblo, ella es el don del Tenderí, el espíritu que vigila, la deidad que ama, cuida y castiga a los suyos.

De la Barranca bajan armonías divinas que sólo los escogidos pueden escuchar. Es la princesa que llora cantando. En la cumbre del cerro está su casa que sólo los elegidos pueden ver. Y sólo ellos pueden mirar a Martli-xotchil Acal-xubj.

La princesa puede aparecer con toda la divina belleza de su juventud, o como la cuasi momia horrorosa y decrépita que es. Sale al camino para salvar y aconsejar al bueno, o para perder y “jugar” al malo.

Pero no sale de repente, no es su intención sorprender, sino que el vidente bendito o maldito la ve venir a lo lejos, sobre el camino. Si viene juvenil y esplendorosa el alma del mortal se ensancha de regocijo y felicidad a cada paso que avanza hacia ella. Si se aproxima como bruja, los cabellos de la víctima se erizan, se desgonzan las piernas, y sobre la frente corre un sudor de alquitrán congelado que quema y aterroriza.

FRENTE AL ABUSIVO CONQUISTADOR

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Cuando los inhumanos depredadores españoles asolaron Nindirí, con ellos llegaron los curas que pretendieron acabar con Martli-xotchil Acal-xubj, pero no pudieron. Obligaron al indio a llamarla Martina porque ellos no eran capaces de pronunciar el bello nombre de la princesa.

La Martina fue la sabia consejera del cacique Tenderí y de Juan Necuderí. Ella vio con rabia desde el cerro cómo los suyos eran bautizados en una religión extraña, cómo eran destruidos sus ídolos y códices, y cómo sus protegidos eran vendidos como bestias a través del sistema de “encomiendas” cristianas.

Martli-xotchil Acal-xubj lloró con ira al ver la forma en que los tenderises eran descuartizados para servir de alimento a los perros de los conquistadores. Lloró sangre Martli-xotchil Acal-xubj al constatar que poco a poco los santos e iconos que veneraban aquellos malvados sustituían en la mentalidad bondadosa de los indios a sus puros y sencillos dioses.

Desgarró su corazón Martli-xotchil Acal-xubj cuando los suyos se desgarraron en luchas fratricidas y sirvieron de carne de cañón a los oligarcas y tiranos criollos descendientes de aquellos perversos.

Para manipular a Martli-xotchil Acal-xubj, los obispos bendijeron con sus manos sarmentosas la leyenda sin principio de “La Vieja del Monte”, especie de bruja, espanto, cegua, que vivía en La Barranca para asustar a los herejes y a los cristianos de mal vivir.

MEDARDO ÑURINDA “EL JUGADO”

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Según cuenta Sancho, allá por los años veinte, Medardo Ñurinda era el cipote más haragán y sin oficio de todo Nindirí.

Era “recogido” de la abuelita Balbina, la cual lo envió un día a vender pinol a Masaya. Desde ese día el muchacho desapareció. Lo buscaron en Los Altos, Cofradías, San Francisco, El Raizón, Tisma, Campuzano, Masaya y Managua… y sólo ausencia encontraron.

A los tres meses le dieron por muerto y le celebraron una vela con café, tamales pizques, rosquillas de maíz, nacatamales y cususa.

Al año justo, Medardo Ñurinda entró a Nindirí por el camino a Masaya. Dijo que había permanecido “encantado” en la cima del cerro de La Martina, que ésta tenía a su servicio unos bueyes llorones, varios cabros peludos y un gallo rojo.

Agregó que los racimos de palmas que techaban el rancho de La Martina eran de oro. “Allí se vive tranquilo, pero nadie puede escapar, pues al llegar a los límites de la propiedad se pierde el control de las canillas, y éstas o no avanzan o comienzan un forzado retroceso hacia la cumbre del cerro”.

La Martina hizo de Medardo un muchacho inteligente y habilidoso. Un día el cipote pudo atravesar el cerco de piñuelas y caminó al poblado sin encontrar contratiempos.

Se supo por Medardo que durante la noche de los Viernes Santos La Martina bajaba de La Barranca con su gallo rojo bajo el brazo, llegaba a la planicie del camino y soltaba el ave que, picoteando por aquí y escarbando por allá, entraba hasta la placita del pueblo para emitir tres estentóreos ki-ki-ri-kí. Después, invisible, regresaba donde su dueña.

EL EXTRAÑO REUCINDO SOLANO

Los bueyes llorones —dijo Medardo— son hombres convertidos en rumiantes que tienen que arar las tierras del cerro que son propiedad de don Reucindo Solano, anciano patizambo, de ojos amarillos, cara aindiada, cabellos negros de acero y barba canosa y sucia.

Solano vivió en una casa de tablas con techo de tejas que estaba ubicada frente a la Paja de Agua. Su único mueble era una hamaca en la que pasaba la mayor parte del tiempo. A poca gente le pasaba palabra.

Por boca de Medardo se supo que los bueyes llorones eran personas de mal corazón que el viejo contrataba para que trabajaran en sus tierras. En extraño pacto con Reucindo, La Martina los convertía en semovientes, los hacía trabajar por varios años y luego se los devolvía al viejo, quien los vendía al mejor postor. Los “transformados” volvían a ser seres humanos cuando cumplían su castigo, pero jamás hablaban de esas cosas.

Reucindo murió solitario. Nunca hizo un bien ni un favor. Descubrieron el cadáver ya cuando hedía y lo llevaron a enterrar a la carrera. Dicen que se convirtió en ánima en pena porque dejó sepultadas sus riquezas en el patio de su casa.

Los viejos del pueblo nunca creyeron que Martli-xotchil Acab-xubj tuviera un pacto con Reucindo Solano.

ELLA VIVE, ES LA INOLVIDABLE¨

Para esos ancianos apergaminados la princesa vive y representa la perenne promesa de resurrección de La Madre Tierra.

Cuando regrese Quetzalcóatl, nuestra Abya-yala volverá a tener el verdor de la esmeralda y cosecharemos granos de oro y frutas con los colores del iris.

Cuando regrese Quetzalcóatl, los hombres de maíz serán más que hermanos, tendrán el corazón del dios impulsando la sangre de todos los humanos.

Y Martli-xotchil Acab-xubj bajará espléndida de la Barranca para vivir eternamente entre los suyos. Para seguir siendo la deidad amada y protectora de los tenderises de buena voluntad. Para los miembros de la tribu que arrojaron lejos de sí la enorme piedra Mariola (*) de la alienación que colocaron en sus mentes los abusivos españoles.

(*) Piedra Mariola: Peñasco de enormes dimensiones que se encuentra en la bajada de la Laguna de Masaya.

EL CERRO ENCANTADO

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“Cuando una noche de agosto pasé por el camino, escuché que del cerro bajaba una tonada divina, como que era cantada por una voz celestial”, dijo don Pablo Cuaresma, vecino de Nindirí.

“Existen muchas versiones sobre la existencia de La Martina, y no faltan los que la confunden con una cegua o con una Mica Bruja… Pero otra es la verdadera historia”, explica don Justo Pastor Ramos.

“Dicen que una vez a un curita se le metió exorcizar La Barranca y subió al cerro con varios vecinos, pero sólo encontró monte, breñales, un promontorio como cualquier otro”, asegura don Lolo Acevedo.

La negra Camila

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Era un señora originaria de la ciudad de León, su piel era de color morena oscura, vestía de negro hasta el ojo del pie (a ciencia cierta no se sabe por qué, pero lo más cercano que se ha podido llegar es que fue debido a que enviudó muy joven -al poco tiempo enloqueció) con un delantal en la cintura.

En un rincón de su casa mantenía -un «NAGUAL» (que consiste en una -hoya, con un garrobo en su interior o podría ser cualquier otro animal).

Cuando salía a la calle, llevaba consigo el nagual envuelto en un motete de trapos, para ella el nagual era un amuleto de buena suerte, siempre que andaba en la calle

tatareaba una melodía, parecida a la del son del toro (como el del tambor), porombopombo, porombopombo, porombopombo…

Muchos vecinos de ella aseguran que se transformaba en MONA, para enterarse de lo que ocurría y lo que pudiera afectar a ella.

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Se dice que esa era probablemente la causa . de su amuleto, se convertía también en chancha o chompipa.

Un güegüe me contó

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En el principio, al comienzo de todo, Nicaragua estaba vacía. Vacía de gente, pues. Había tierra y había lagos, lagunas y ríos. Y muchos ojos de agua.

Pero no había ni mujeres ni hombres para mirarlos. Las mojarras y los guapotes, también los cangrejos, eran dueños de las aguas y vivían en ellas y hacían en ellas lo que les salía…

También estaban los cenzontles y los colibríes volando alrededor de las flores y los zanates instalados en los árboles.

Y estaban los árboles: el jocote, el granadillo, el jícaro, el malinche, el chilamate, el cedro real y un poco de árboles más.

Los perros zompopos corrían entre las piedras y los garrobos salían a tomar el sol sin que nadie los molestara.

Coyotes, conejos, leones y dantos andaban de vagos por el monte y se hartaban tranquilos.

Ya estaban los volcanes cocinando lava y botando humo, pero todavía no había nadie en Nicaragua.

Nuestra tierra estaba vacía. Vacía de gente, pues.

En el principio, al comienzo de todo, dicen que ya estaban los dioses.

Los dioses vivían allá, por donde sale el sol. Nadie se asomó nunca por el rumbo de los dioses.

El dios Tamagostat era varón y guardaba la luz del día.

De sus manos venías todas las cosas buenas y también todas las cosas buenísimas.

La diosa Cipaltonal era mujercita y guardaba la noche.

O más que todo: guardaba el momento de la noche en que llega la luz y empieza a ser de día.

Era la guardiana de la aurora.

Cipaltonal era linda, tenía la cara pintada con los colores del amanecer.

Tamagostart se enamoró de ella, se volvío dundito por ella.

Para encontrarla recorrió el cielo a toda hora. Pero no la halló.

Tanto y tanto caminó Tamagostat que todas las nubes se dieron cuenta de que era un dios enamorado.

Un día, una de ellas se apiadó de él y le reveló el secreto: – Mirá, hombre, a la linda Cipaltonal sólo podrás hallarla si te alistás para cuando el sol abra su ojo y deje escapar su primer rayo de luz. Sólo entoces.

Tamagostat hizo posta en las misma nalgas del sol, se desveló, estuvo de vigilancia, hasta que un día, por fin, cuando el sol abría su ojo izquierdo, logró mirar a su amor. y su amor lo miró a él.

– ¡ ¿Ideay? !

– Cipaltonal, te quiero tanto, tanto, tanto…

Entoces, la cara pintada de amanecer de Ciapltonal se puso roja, roja, roja.

Estaba más linda que nunca.

Tan linda que Tamagostat dio un brinco por encima del primer rayo de luz y la besó en, la boca.

– ¡Jodidoooo! -se oyó gritar al sol-.

Así fue. Aquel día el amanecer no fue igual al de otras mañanas. Tuvo tres mil colores nuevos. Colores tan bonitos como nunca se había visto antes y como nunca más se volverán a ver. De aquel beso de nuestro padres nacimos todos nosotros los nicaragüenses.

El cacique de Tezoatega

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En las regiones de las costas del Mar Pacífico, desde la isla de Iagüei hasta el tormentoso Chorotega, desde el esbelto San Cristóbal (Padre de los Marrabios) hasta el decrépito Cosigüina, se asienta la exuberante llanura de Chinantla, señorío de la aguerrida tribu nagrandana.

Las milpas lucían frondosas sus cuchillas de esmeraldas, porque Centeotl había pasado besándolas. El indio estaba alegre: Tlaloc había rezongado sobre la cordillera y pronto caería de los cielos el agua de los dioses buenos. Ya Dax-Kalú había dejado prendida en las faldas de los montes su cabellera de oro y se hundía tras la raya plúmbea de un ocaso moribundo.

Se encendían ocotes en los Chinamitl donde los indios apuraban en cumbas la efervescente y embriagante Lya-Mítaú.

En la mansión real el viejo cacique Acayeti deliberaba en consejo.

Hablaban del regreso de Agateyte, el único descendiente de Acayeti y, por lo tanto, heredero al trono de Tezoatega.

El Nahual había dicho que el joven indio se encontraba en peligro; de ahí la preocupación que reinaba en el poblado indígena.

Agateyte era guerrero a la vez que cazador. Cuántas veces allá en la cordillera Maribia su formidable puntería dejó clavada la flecha en la paleta de un venado, y cuántas veces el pedernal de su lanza se había hundido en el testuz del jabalí.

Acayetl estaba viejo y se había vuelto filósofo.

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Era muy creyente en el nahualismo copio fiel descendiente de la tribu nagrandana. Ahuitzotl, bravo guerrero, conquistador de estas tierras había traído consigo las costumbres pipiles, y después, con la invasión de estos últimos a las costas del Golfo de Chorotega, los pueblos nagrandanos se fueron mezclando, poco a poco, con pipiles.

En la tribu de Acayetl había numerosos y buenos guerreros, además de una población civil extensa.

Acayetl había sido casado con una princesa pipil, habiendo tenido únicamente un hijo, el mismo que ahora se encontraba ausente de su padre.

El viejo cacique quedó viudo desde muy joven, habiendo tenido Agateyte que ser amamantado por una Chichithua de la tribu.

Desde entonces Acayetl no había vuelto a tomar una rabagú (mujer) que le sirviera de compañera.

Era magnánimo y sabía impartir la justicia entre sus súbditos, por lo que era muy querido.

Se interesaba sobremanera por los asuntos del Estado y le había dado un gran impulso a la agricultura. (Cuando los españoles llegaron a Tezoatega se admiraron de ver el adelanto de los nagrandanos, pues tenían hermosas y bien cultivadas sementeras de maíz y grandes corrales de piedras donde había toda clase de animales montaraces).

A menudo se le miraba conversando en su Chinamitl con el Nahual de la tribu, pues no ejecutaba antes una maniobra de guerra o una invasión a los pueblos vecinos sin consultar por medio del hechicero con Ahulneb (dios de la guerra).

Pero esta vez Acayetl no consultaba el futuro de un combate ni la buena cosecha de las milpas.

Se trataba de la vida de su hijo,que hacía varios días se había marchado con rumbo al territorio de los Chontales, con quienes los nagrandanos sostenían a menudo guerras por la posesión de los ocotales de la cordillera Maribia. Aunque Agateyte se había ausentado del pueblo con cuatro de los mejores guerreros, en el consejo de ancianos existía preocupación y ansiedad por la suerte del futuro cacique de Tezoatega.

Acayetl salió del Chinamitl y fijando la mirada sobre la cordillera se dibujó en su frente una arruga como muestra de su preocupación. Sabía que Agateyte estaba enamorado de Zuhuy, una hermosa joven india hija de su enemigo el cacique Chontal, cuyos dominios se extendían al otro lado de la cordillera Maribia sobre una verda llanura que se prolonga hasta las tierras del Lempira.

Entre las sombras de la noche una piragua se desliza cautelosa.

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Cuatro remeros la hacen avanzar con vigor cortando con la quilla las aguas del Estero Real.

Una brisa salobre que llegaba del Golfo mecía los mangles, despabilando a las aves marinas que chillaban entre el ramaje.

Zuhuy en un extremo de la embarcación iba recostada sobre el brazo de su amado.

Pesadas gotas de sangre se desprenden del rostro de Agateyte y van a caer sobre los pechos desnudos de la india.

Pero la herida que sufre el indio es poca cosa ante la hazaña acometida, y sonriente fija sus ojos negros como la misma noche en el rostro dulce de Zuhuy.

Agateyte de pronto da una orden y la piragua enfila su proa hacia la ribera izquierda, ocultándose entre el angosto pasadizo de una caleta. El golpe acompasado de varios remos acusaba la presencia de piraguas enemigas; la certeza del indio esquivó el encuentro cuando a los pocos momentos cuatro piraguas con la velocidad del viento bajaban el estero.

Pasado que hubo el peligro, la piragua fugitiva se deslizó nuevamente con cautela, rozando las raíces largas de los mangles.

Agateyte en la proa escudriñaba las sombras previendo un ataque de sorpresa. Densos nubarrones se desgajaban de la cordillera en dirección al golfo; la brisa soplaba con fuerza y se oía en la montaña el clamor de los vientos que rezaban como en un coro de titanes la oración panteísta de los dioses.

El estampido del trueno se fue rodando como una inmensa bola sobre las faldas de los montes, para luego perderse en la llanura en un eco moribundo.

Parpadeaban los relámpagos y la rayería como potro encabritado se desbocaba en la selva en un pandemóniun de luces y de fuego. Se picaron las aguas, haciendo bailar a la piragua que navegaba amparada en la borrasca.

La lluvia caía con fuerza acompañada de heladas ráfagas que azotan ban el rostro de los fugitivos, y desde lejos como un tropel de bestias salvajes se oía el rumor del viento que golpeaba la cresta de la selva.

Entre las claridades del relámpago que iluminaba el alma de le noche, la piragua de Agateyte llegaba por fin a su destino.

Poco a poco el cielo se fué despejando y apareció Metztli en todo su esplendor pintando de plata el bosque y la montaña.

El regocijo fué general por el regreso de Agateyte.

El Consejo de Ancianos, los sacerdotes y capitanes del ejército, por orden de Acayetl se habían reducido en su Chinamitl.

El Cacique quería depositar el poder en la primera luna del siguiente mes en manos de su híjo.

El destino de Tezoatega y el poderío de la tribu nagrandana iba a depender de la inteligencia del joven y bravo guerrero Agateyte.

Llegó el día en que Agateyte fué proclamado jefe, los heraldos recorrieron los caminos llevando la nueva a los pueblos nagrandanos, que llenos de regocijo acudieron a rendir el tributo que los dioses exigían como una recompensa por el nuevo jefe que de esa hora en adelante iba a dirigir los destinos del pueblo nagrandano.

NOTA: Cuando los españoles llegaron a Tezoatega, el único cacique con barba que encontraron fue Agateyte. Este se dejó crecer la barba para ocultar la cicatriz que le dieron los chontales cuando se raptara a Zuhuy.

El misterio del golfo de Fonseca

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Hay misterios insondables en la vida, que nunca se han podido esclarecer y que se hacen más impenetrables a medida que se adentran en la noche del tiempo.

Naufragios de buques, tesoros de piratas escondidos en las costas; galeones hundidos con fortunas fabulosas dentro de sus bodegas; ánimas en pena de españoles como la de Diego Izquierdo, que vaga en las quietas noches de verano en los dilatados llanos segovianos con una luz en la mano custodiando su tesoro.

Como la del Coronel Arechavala, que se aparece con todos los arreos de su rango militar montado en brioso corcel cuyos cascos suenan sobre las piedras de las calles leonesas despertando ecos dormidos de una época pretérita.

Templos hundidos y cargados de leyendas que datan del tiempo de la Conquista, como los que existen en el histórico Realejo.

Todas esas cosas se presentan ante nuestros ojos rodeadas de una nebulosidad que el tiempo se ha encargado de cubrir.

Pero el mar, ese mar de que nos habla Julio Verne, en sus «Veinte mil leguas de viaje submarino», y Víctor Hugo nos describe con todos sus horrores en su famosa novela «Los trabajadores delmar», que creó cuando vivió desterrado en la isla de Guernesey, risueño peñasco de la pintoresca provincia normanda; ese mar que guarda en sus entrañas una fauna y una exótica vegetación, dibuja en el cerebro del hombre una incógnita, una enorme incógnita que los grandes exploradores submarinos como Piccard no han podido descubrir.

Precisamente porque mi relato se desarrolla en el mar es que comencé con este pequuño prólogo.

Aunque mi escrito está lejos de presentar a un Capitán Nemo escudriñando las profundidades del mar, o a un Gilliatt en singular combate con un pulpo; pero sí presenta un cuadro trágico que sucedió hace muchos años en el Golfo de Fonseca, en esa gigantesca herradura bordeada de cerros, manglares y campiñas pintorescas que une a tres repúblicas hermanas.

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Sucedió en Pascua. Era la madrugada del 26 de Diciembre de 1924. En la costa del pequeño puerto de El Tempisque cinco hombres alumbrados por la trémula claridad de un candil, hacen esfuerzos por desembarcar un bote y echarlo al agua. Cinco hombres de los cuales los nombres de cuatro han sido ya tachados por la mano del destino. La embarcación va cargada de víveres y algunas botellas de ron. Al despertar el alba despegan de la costa fangosa y se adentran por el ancho camino de agua.

Elías Montealegre es el dueño del bote; va acompañado de un sirviente, tres expertos salineros y un individuo morfinómano llamado Juan Antonio Romero.

El bote puso proa en dirección al Golfo para rumbear después hacia las costas cosigüineñas donde Elías es dueño de una salinera. Un poco antes del mediodía los tripulantes avistaron la boca del Golfo.

Comenzaron a sentir el viento y los hombres se aprestaron a poner la vela. La embarcación sorteaba las olas con ligeros cabeceos que salpicaban de agua los cuerpos de los hombres.

El Golfo era como una inmensa sábana gris en cuyas márgenes del norte apenas visible se presentaba la banda de las costas hondureñas, y como una sombra esfuminada, la sombra de El Conchagua.

No había una nube que aplacara un poco los calcinantes rayos del sol. A las dos de la tarde los tripulantes de la lancha echaron fondo debido a que se había desatado un terral (1) y era peligroso navegar en tales circunstancias. Estaban frente al lugar llamado Punta Arenas a la ojeada de unos ranchos que servían de albergue a varios ostioneros. La tempestad parecía tomar fuerzas cada vez.

El viento silbaba levantando olas inmensas donde el bote era un mísero juguete debatiéndose vanamente por salir de las corrientes que lo empujaban golfo adentro. Al avanzar, también retrocedía; se inclinaba a babor y estribor y, como si fuera algún animal queriendo coger resuello, levantaba la proa bruscamente, para caer después en un abismo.

Así pasaron toda la tarde aquellos desgraciados prisioneros de la muerte, alejándose cada vez más de la orilla, perdiendo toda esperanza de que un norte los aventara a los manglares.

El Golfo se puso negro y de vez en cuando se oían confusamente ruidos que provenían de la resaca al estallar en los farallones. Cayó la noche y con ella una lluvia fuerte y pertinaz que hacía temblar de miedo a los ranchos de los no menos atemorizados ostioneros, en cuyos ojos quedaron dibujadas las siluetas de aquellos cinco hombres qeu eran víctimas de un trágico destino.

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Dos días después de la tempestad, un viejecito, cuidador de mora en el lugar llamado «El Chorro», venía en su bote de trancar una caleta (2), cuando encontró a la trágica embarcación prensada entre las raíces de la ñanga (3).

Al acercarse, los ojos del viejo cuidador escaparon de salirse de sus órbitas al descubrir en el fondo a cuatro hombres apiñados que parecían dormir, pero que en verdad estaban muertos.

La incógnita surgió entonces en la mente de aquel hombre. ¿De dónde procedían aquellos hombres? ¿Por qué eran cadáveres si no presentaban en sus cuerpos señales de herida? ¿Habían perecido por el frío? ¿Fueron envenenados? ¡Qué misterio encerraban aquellos cuerpos encontrados en la caleta de un manglar! El viejecito remolcó el bote y lo condujo a su rancho que estaba a la vera de un estero, dando aviso a las haciendas inmediatas del macabro hallazgo.

Elías fué conducido a Chinandega, donde se le dió cristiana sepultura, mientras sus tres compañeros eran enterrados en la Playa de los Muertos.

El misterio que envolvía aquella tragedia persistió por mucho tiempo.

Los familiares de Elías agotaron los medios para descubrir aquella incógnita, pera todo fué en vano.

Pasaron muchos años, y el tiempo se encargó de cubrir con un velo aquella tragedia que enlutó un hogar.

El recuerdo quedó solo para los deudos y amigos íntimos de los muertos. hasta que un día el General Silvestre Herradora descorrió el velo del misterio al decirle a uno de los parientes de Elías que, los tripulantes de la lancha no habían muerto de frío ni de hambre.

El General Silvestre Herradora narró lo siguiente: -Estaba yo cierto día tomando copas en una cantina de Amapala en compañía de Juan Antonio Romero.

Ya habíamos escanciado una botella cuando mi compañero, con los vapores del alcohol en toda su acción, me dijo con palabras entrecortadas por el hipo, estas frases: «Todo el licor que está aquí podés tomarlo, menos el de ésta». Y sacando de su bolsa una botella me aclaró: «Porque ésta contiene morfina y te puede suceder lo mismo que a los del bote en el Golfo de Fonseca».

El misterio por tantos años oculto estaba aclarado.

Juan Antonio Romero, el único sobreviviente de aquella tragedia, le contó al General la forma en que murieron sus cuatro compañeros. La tempestad los empujó muy adentro del Golfo, y perdiendo remos y timón que gobernaran el bote, pasaron dos días al garete.

Se tomaron todo el ron que llevaban, y ya ebrios confundieron el litro de aguardiente con morfina que acostumbraba tomar a sorbos Juan Antonio, y ellos se lo apuraron a tragos, muriendo pocas horas después, envenenados.

Al arrojarlos el viento a las costas de El Chorro, Juan Antonio abandonó la lancha macabra y se dirigió a su casa a campo traviesa, ocultando la verdad de la cual él era el único testigo.

Juan Antonio Romero, sin duda y es la única forma en que se puede explicar, anestesiado ligeramente con aquella droga, no se dió cuenta que sus compañeros brindaban en aquellas copas mortales el trance solemne hacia lo desconocido.

SIGNIFICADO DE LAS PALABRAS CONTENIDAS

(1) Terral: Viento huracanado que se desata en el Golfo.

(2) Trancar una caleta: Poner en la boca de la misma redes durante la marea alta para atrapar el pez cuando la marca baja.

(3) Ñanga: Lodo podrido que existe sólo en playas y esteros donde se encuentran las conchas y cascos de burro.

El tigre que comía perros

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El Chonco y el San Cristóbal son dos colosos hermanos que pertenecen a la gran familia de los Marrabios.

La mano de Dios no sólo se demuestra en las cosas animadas, que hace a un hermano mejor, tipo que el otro; a un vegetal, más frondoso, de forma estética, mientras el otro luce sus ramas coyundosas y torcidas.

Así también el Gran Hacedor del universo se fijó en las cosas inanimadas, y aquí tenemos la prueba en estos dos gigantes de piedra.

Mientras el San Cristóbal se yergue cono perfecto mayestático e imponente que vive en sus milenios saturado de la sempiterna música de sus graves y erectos pinos, el Chonco es apenas una mole sin configuración geométrica alguna.

Da la idea de que Dios al formarlo lo estrujó entre sus manos, para que el San Cristóbal en su majestuosidad e imponencia no tuviera rival.

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La mano de Dios marcó tanto sus dedos en la masa granítica del Chonco, que dejó señas indelebles.

Señas que son profundas cañadas que crispan el cuerpo, que dan vértigo y dan horror.

Y en esas enormes aberturas cubiertas de tupida y rara vegetación viven a su entera libertad manadas de tigres, mañosos y cebados como sus hermanos del encantado Cosigüina.

Fuente de información:

Leyendas rescatada de http://www.manfut.org/leyendas/llorona.html